Escrito por invitación de la revista
25 Watts (No 8) de la Cinemateca Nacional del Ecuador.
Recuerdo
el invierno esparciendo su aliento en forma de nieve: edificios, calles y autos
parecían hechos de un solo trazo. Albo. Inmenso. Uniforme. Los sonidos se
manifestaban a través de relieves distintos y prolongaciones variadas. Inevitable
no relacionar este paraje con la pantalla de un cine. Fija, palpitando en silencio a la espera de recibir
al menos una imagen. Yo estudiaba en Moscú, que no dejaba de ampliar mi percepción al ritmo despacioso
de sus texturas y matices. Acaso la siguiente primavera fue unas butacas alineadas
frente a la enorme pantalla en blanco del inicio. El verano, la antesala, a fin
de esperar calmos y paseándonos la película que ahí se proyectaría y que la
existencia elaboraba a partir de su cadencia. Mi escuela se encontraba en la
calle Vilgelma Pika, 3, con algunas salas de proyección pero ninguna
pantalla como la mencionada al principio, tan natural, diáfana e inmensa, donde
mi imaginación empezaba a esbozar situaciones desde la observación de los transeúntes
con su composición carnal y metafísica: gestos, pesares, colores que transportaban
de algún modo alegrías, eran conducidos hacia aquella blancura ansiosa. Ese no
conocerse entre ellos y mis soledades -tanto las vertidas como las que contuve-
perfilaban los diálogos de los personajes de esas películas hipotéticas. Así
era mi aprendizaje del séptimo arte. ¡El ser humano, volcado en el vacío de una
geografía e idioma extraños, transparentando lo más recóndito de sí! La
naturaleza gritaba sus tonos como si estuviera de fiesta por la visita de alguien
no esperado, yo. Puede ocurrir cuando se deja un lugar cotidiano: el nuevo sitio,
por contraste con el anterior, aísla al individuo de la masificación permanente
para dar paso a la posibilidad de palpar el vacío, fuente de lo conjetural. Desprovista
de corazas, la gente iba trazando su estela por mi alma. De ahí que me fuese necesario
liberar mi propia mirada cinematográfica a fin de encontrar resonancias entre
los espectadores y dotar de un sentido luminoso lo captado. Interpretar la
condición de lo humano fue mi escuela, ante el vacío que, según se descubre de
a poco, está pletórico de singularidad. Entendí que la problemática social
inscrita en cualquier territorio es siempre pasajera. Algunas se prolongan más en
el tiempo pero luego todo queda desnudo de nuevo y permanece eso que es
fundamental asir, desmenuzar, representar en el arte: la proximidad al latir
ignoto que labra nuestra constitución. No aprendí a separar la existencia de la
dinámica de la naturaleza, de los pliegues de sus formas, de la temperatura de sus
tonos, de todo eso que configura el espacio-tiempo. Hallo prioritarias esas
expresiones cuando alguien se dispone a retratar al individuo en su momento
histórico, social y político. En la escuela casi todos mis profesores tenían una
maestría universitaria porque el sistema educativo se diseñó de tal modo en ese
país: al ser las carreras más prolongadas no existían licenciaturas. Transmitían
teoría y lenguaje del cine cumpliendo tan estrictamente con el plan académico que
a ratos me desesperaba. La categoría de masters
no les produjo la necesidad de ensanchar el abanico de posibilidades expresivas
en lo fílmico, sostenidas en gran medida por la costumbre. En realidad mi área
de enseñanza estaba más allá. No obstante extraño la condensación de la espera caminando
por sus pasillos o ante los ventanales que miraban hacia el tiempo empozado de
los silencios largos. ¡Los futuros actores, editores y fotógrafos se formaban en
cada clase a la distancia de un brazo extendido! Allí se instruyeron cineastas
premiados en los festivales de Cannes, Venecia, Berlín, el Oscar. La mayoría, poseedores
de una narrativa sin riesgo, se movían en las composiciones formales con gran
maestría, tan distintos de otros ex alumnos como Andrei Tarkovsky, Alexander
Sokurov, Kira Muratova y Serguéi Paradzhánov, cuya tonada adquirió
un matiz especial ya con la práctica del oficio. El primero comentaba que al egresar
no sabía cómo debe ser un lenguaje cinematográfico que libere a este arte de su "enclaustramiento". Paradzhánov dijo que sus primeras obras fueron configuraciones
aptas para engrosar lo desechable. Pero de los maestros de mi establecimiento yo
rescataba un aspecto: eran depositarios de un conocimiento clásico del arte
adquirido por la experiencia humana en el discurrir de los siglos. De una
suerte de destilación sobria de los conceptos que sabían transmitirnos. Esa característica
los define ante mí como preservadores de una porción de la luz que los dota de cierto
halo congregacional. Recuerdo la pena que me causó una de nuestras discusiones
a propósito del tema del absurdo cuando es llevado al cine. No aceptaban mi guion
donde un enano pretendía jugar baloncesto por correspondencia, lográndolo. Argumentaron
que eso no era posible en la realidad de nadie, descalificando la fuerza de lo
metafórico para representar imaginarios represados. Valoraban el absurdo
europeo de Kafka, por mencionar un ejemplo,
pero no el abastecido por la ironía que proviene de una geometría "incompleta" (el enano), diseñada por un
alumno de una cultura -al fin y al cabo como todas- sostenida también desde la irracionalidad.
O cuando quise que durante una puesta en escena el protagonista viviese en una
casa sin paredes y que pese a ello dispusiera de ventanas. Había que ser
explícitos en todo. Con poco espacio a lo interpretativo o a la generación de subtextos
derivados de una matriz estética particular. Bueno que las cámaras de cine se
encontraran al alcance de los estudiantes y que el coste de posproducción en
fílmico no resultase tan alto: uno se daba modos para plasmar trabajos fuera de
las directrices escolares.
Un
tropel de emociones y deseos me trajo de vuelta al Ecuador para efectuar
películas. Quería hacer de las consecuencias del fluir del tiempo un espectáculo.
Tomar esencias de la tierra para que sean títulos de filmes o nombre propios. Pero
mi traba mayor son los requerimientos económicos. Las estéticas que presento van
a contrapié con las promovidas por el organismo estatal que en parte financia las
realizaciones fílmicas. Ante la perspectiva de disponerme a reproducir esos
testimonios cinematográficos, me resulta de mayor vitalidad proseguir con búsquedas
permanentes de fondo y forma. Mi largometraje Quijotes negros ha obtenido cerca de veinte primeros lugares y nominaciones en festivales
internacionales de cine aún no alineados con el establishment. Son de corte
fantástico, underground o de fuerte
independencia. Representó al país en los Premios Platino del Cine
Iberoamericano de Ficción y en los Premios Forqué. Además recibió un premio como mejor película nacional. En ese gesto de
intentar la hechura de un cine que refleje la dinámica interna de lo social y
existencial, puede nacer una mirada transversal del arte que evite representarnos
desde lo prosaico. Tal vez este sea uno de los paisajes de revelación fundamental
donde cineastas y espectadores debamos ubicarnos. Y que coadyuven para esto
algunas de las horas que transcurrieron en las aulas del antiguo, además de
enorme, edificio de la calle Vilgelma Pika.