Publicado en el número 28 de la revista Anaconda, cultura y arte.
Desde Duchamp, contemporáneo de los dadaístas, allá por 1916, hasta la actualidad, la idea del arte objetual ha sido levantada desde conceptos diversos. El célebre francés, al ubicar un urinario en una sala de exposiciones, dio pie a una forma de interpretar el mundo que de inmediato tuvo amantes y detractores. Su propósito de extraer a los objetos simples y cotidianos de su espacio utilitario para ubicarlos en un lugar privilegiado, debía revelar los atributos estéticos de aquellos. De ahí, que considerara el arte sobre todo, como una actitud mental del espectador. Al librar a un objeto de su territorio habitual, donde desempeña un rol práctico, se lo posiciona en una perspectiva en la que, por no existir nada de utilitario, todo puede resultar estético. Por tanto, la expresión artística no es consecuencia de un devenir técnico sino de una posición distinta del individuo ante la realidad. Duchamp expresaba así su desencanto con los métodos tradicionales del arte, entiéndase pintura y escultura especialmente, para manifestarse. Posteriormente, pero sobre todo a partir de los años sesenta, el concepto adiciona detalles, o muta, como a usted le parezca más relevante, y ya no se trata de un objeto común saludando al viento en solitario, sino que se lo ubica en cajas, instalaciones, o ensamblajes, donde comparte con otros objetos, como para entablar correspondencias y despertar sensaciones nuevas entre los presentes. En las últimas Bienales de las grandes ciudades hemos podido ver obras donde interactúan: textiles con líquidos; toallas sanitarias con rollos de papel higiénico, espejos y cepillos; televisores encendidos sin señal con fotos donde se aprecian paisajes y gentíos. ¿Se trata, acaso, de un lenguaje nuevo que se hace cargo, con mayor profundidad, de la relación entre el arte y la vida? Como que lo expuesto confrontara únicamente el arte objeto con la pintura y la escultura, formas artísticas de salas y museos y, de un tiempo a esta parte, también de la vía pública. Puede ser revelador buscarlo también en el cine, sumatoria de cuadros vivos en movimiento. Así, aparece el director de origen armenio, nacido en Tbilisi, Serguei Paradjanov (1924-1990), presentándonos cuatro de sus últimas películas: “La sombra de nuestros antepasados olvidados” (1964, Ucrania), “Sayat Nova” (1968, Armenia), “La leyenda de la fortaleza de Suram” (1984, Georgia) y “Ashik Kerib” (1988, Georgia), es decir, todas ellas rodadas en la extinta Unión Soviética, donde, paradójicamente, se censuraba aquello que desbordara el orden formal de su micro-universo. Y el armenio pagó caro por eso. Ahora, como tirando al azar las cartas de una baraja, sale del bagaje de experiencias “Sayat Nova”, conocida en su segunda versión de edición propiciada por las autoridades soviéticas, como “El color de la granada”. Aquí, las cosas inanimadas abandonan su rol decorativo para incorporarse al desarrollo de la historia y transmitirle una direccionalidad diferente a la que ofrecen normalmente sus presencias o la dramaturgia cartesiana, además de categorizar las posibilidades sensoriales e intuitivas. Aclaración: cuando decimos cosas muertas no aludimos a urinarios, ni televisores, ni toallas sanitarias, sino, entre otros objetos, a los mismos cuadros y esculturas, que son los formatos de expresión que cuestionara Duchamp.
En “El color de la granada” los libros no ocupan los estantes sino que descansan abiertos sobre los tejados para ser hojeados por el viento, esto es, precisamente, por uno de los cuatro elementos básicos que dan origen a la vida. Los instrumentos musicales levitan cuando los músicos interpretan otros similares. Ángeles de cerámica giran lentamente en el aire, cuando una mujer teje luciendo un traje que recuerda el tono azul del cielo. Tapetes colgados (que generalmente se emplean para cubrir mesas o pisos), por lo tanto, ubicados verticalmente, sirven de telón de fondo para que un muñeco, o especie de adorno humanizado, pueda bailar. Cada toma es una suerte de collage que contiene muros, pieles, vasijas, telas…. Inclusive individuos sacados de su contexto prosaico y ordinario habitan el collage como si fueran algo más: un sentimiento tangible, animado, a juzgar por sus lentas acciones y gestos. Todo rodeado siempre de sonoridades que más parecen joyas. ¡El plano, célula del cuerpo fílmico transformado en collage, en sujeto de artesanía! Para colmo, la posición de la cámara es siempre frontal al objeto filmado, achatando de ese modo la imagen, eliminando en muchas ocasiones la profundidad visual para recordarnos que estamos presenciando otra cosa.
En esta obra Pardjanov borda la vida e iniciación poética de un niño que luego sería trovador: Sayat Nova (1712-1795); la borda con cuadros y esculturas, vigilias y sueños, monasterios y colores, simbología mística y cielos. Así, reconstruyendo la existencia de Sayat Nova en base a los poemas que este mismo compone, presenta su infancia, juventud, envejecimiento y muerte, todo bañado de un maravilloso folclor. ¿Un encadenado de collages dentro de la “vitrina” fílmica? ¿Sentimientos que la expanden horizontalmente? ¿Cosas con valor agregado dentro del DVD o LA PANTALLA MISMA COMO PROPUESTA DE ARTE OBJETO?